La mirada de Magdalena se pierde entre la arboleda agreste que circunda el río para adentrarse en un tiempo tan lejano como es su niñez, cuando desde el abrigo de su cama oía la caída del agua despeñarse hasta los rodeznos que hacían mover el molino, o el rodamiento de las piedras cascando el grano hasta convertirlo en harina, o las voces de labradores apurados llamando a su padre en plena noche para moler de extranjis en la época del estraperlo, o el alboroto que se formaba en el zaguán de su casa en esos otros tiempos más felices en los que no había nada que esconder.
Magdalena Martínez está sentada en la entrada de ese zaguán, en una mañana soleada de invierno, recordando cómo se vivía allí mismo hace más de sesenta años. Hoy sólo se oye el silbido atildado de los pájaros y el río Cidacos fluyendo mansamente unos pasos más abajo. Es la banda sonora que podría acompañar a esta historia triste que relata la pérdida de un patrimonio, el de los molinos hidráulicos, vinculado durante siglos a la actividad agraria. A la agonía que sufrió esta industria a partir de los años sesenta, siguió el abandono progresivo de instalaciones e ingenios, y de muchos hoy solo queda el anclaje de los cimientos en las orillas de los ríos o la cavidad del cárcavo horadando las entrañas del edificio como un anuncio de lo que en otro tiempo fue. Otros, los menos, han conservado la maquinaria al fondo del portalón, resistiéndose sus propietarios a borrar las huellas del pasado, aunque no tengan otra función que dar testimonio de los trabajos que en otros tiempos se realizaban en el campo. Solo dos han sido restaurados y sus instalaciones, aprovechadas para realizar diferentes actividades. Es el caso del Molino de Sorzano y el Molino del Corregidor en San Román de Cameros. El primero alberga el taller de almazuelas de Lola Barasoain y el segundo se ha reconvertido en granja escuela y casa rural.
Entre el grupo de molinos que mantiene el mecanismo casi intacto se encuentra el molino que en esa mañana soleada de invierno visitamos con Magdalena Martínez en Las Ruedas de Enciso, un pueblo que será anegado por las aguas cuando concluyan las obras de la presa de Enciso. Y con el pueblo, el viejo molino que su abuelo Vicente compró en 1873 y que aparece citado en el Catastro del Marqués de la Ensenada (1752) como el Molino de la Virgen. Tras la compra, el molino sufrió una profunda remodelación y ampliación y pasó a llamarse "el de allá" porque quedaba al otro lado del río y en el casco urbano ya había uno.
Gracias al esfuerzo de Magdalena y su familia, el molino ha conservado toda su estructura desde que se cerró en los años sesenta. El testimonio de esta mujer octogenaria -que ha tenido que armarse de valor para regresar a su pueblo, pues la pérdida material, pero sobre todo la sentimental, es enorme- no sólo permite hacerse una idea clara de cómo funcionaban estos ingenios, también nos arrastra a otro tiempo, otras costumbres, otros quehaceres que sedimentan lo que es hoy esta tierra y sus gentes. Aquellos tiempos, no tan lejanos, en los que la mies se recogía con hoz y zoqueta y los haces atados con vencejos se alineaban en hileras perfectas en el rastrojo para luego acarrearlos hasta la era y allí trillar la parva y aventarla, separando el grano de la paja. Ese grano se guardaba en los alhorines de los altos de las casas, lugares frescos y con poca luz, donde se conservaban hasta llevarlos al molino a moler. Si el grano era de cebada o centeno la harina se destinaba a dar de comer a los animales; si era de trigo, a la elaboración de pan.
Partes del molino
El recorrido por esta casona de tres plantas comienza en el cárcavo -"el alma del molino", dice Magdalena-, una concavidad en el vientre del edificio donde están situados los rodeznos, unos cilindros metálicos que dan vueltas al recibir la fuerza del agua a través de sus correspondientes botanas y, con su movimiento, a través de un eje vertical (el árbol), giran las ruedas del molino.
El caudal que llegaba al cárcavo era recogido del Cidacos aguas arriba y conducido por una acequia de más de un kilómetro hasta embalsar en una alberca, situada en la cota más alta del exterior del edificio. Para poner en funcionamiento el molino se levantaban las compuertas y el agua caía por una pendiente de 12 metros de longitud, logrando una fuerza motriz que ponía en marcha los rodeznos o rodetes. "Cuanto más fuerza tenía el agua, con más brío iban los rodetes y se movían las piedras de moler", señala Magdalena.
En el piso superior, justo encima de los rodeznos, y unida por el árbol, se encuentra la maquinaria de molienda: la tolva donde se echaba el grano, la cibera por donde caía lentamente, las muelas o piedras que lo desmenuzaban, el guardapolvo que las resguarda, la horquilla pendiendo de la grúa y el husillo, el alivio, el arcón harinero…
Uno de los elementos fundamentales del molino son las piedras: una fija o solera y otra encima, volandera, que se separaban más o menos con la palanca del alivio según se quisiera obtener una harina más fina para la elaboración de pan o más basta para pienso. La pareja de piedras que usaban en su molino, señala Magdalena, eran francesas, de granito y sílex, que su padre se encargaba de mantener "en condiciones", picándolas con unos martillos especiales en cuanto se desgastaban un poco las muescas.
Aunque el padre de Magdalena traía las piedras de Francia, en La Rioja también existió un importante núcleo de canteras de piedras de molino, como exponen los investigadores Pilar Pascual y Pedro García en varios artículos. Las canteras estaban localizadas en las cabeceras de los ríos Linares, Cidacos, Jubera, Leza e Iregua, en una distancia de no más de 50 kilómetros monte a través. De allí se extraían piedras para los molinos harineros y también para los trujales de aceite. En 2002 descubrieron un grupo de 30 canteras en las inmediaciones de Robres del Castillo (cuenca del Jubera) que podían haber comenzado a funcionar en la época medieval y dejaron de hacerlo en el siglo XIX, según publicó entonces Diario La Rioja. Debía ser una cantera importante porque incluso hay documentos que atestiguan la existencia de un comercio de piedras con otras regiones limítrofes como Soria o los municipios navarros de Viana y Mendavia.
Un poco de historia
De la importancia de esta industria –la molar y la molinera– queda constancia en el Catastro del Marqués de la Ensenada (1751), donde se cita la presencia de molinos en prácticamente todos los pueblos de La Rioja, y, en alguno de ellos, había más molinos entonces que hoy vecinos. 327 molinos hidráulicos contabiliza este catastro en la provincia en el siglo XVIII, de los que 306 eran molinos harineros; 20, trujales para moler la oliva, y uno, de estraza. Algunos molinos compaginaban la molienda de cereal con la extracción de aceite y la preparación de paños (batanes).
La importancia de los monasterios como aglutinadores de producción agrícola se ve también en la propiedad de los molinos, puesto que eran de dominio eclesiástico 71 de los 327 totales; solo el Monasterio de San Millán de la Cogolla es propietario en aquella época de cinco de los siete censado en esta localidad –uno de ellos, situado en la clausura, estaba destinado en exclusiva a la molienda de harina para el pan de los monjes y de la caridad que se repartía en la portería–. Además, el monasterio poseía otros molinos en varios pueblos de la comarca. Medio centenar más eran comunales, propiedad del concejo o de la villa, que bien usaban los vecinos por turnos o bien se arrendaba a un molinero. Pero la mayor parte estaba en manos particulares, con propiedad individual o colectiva. Fuera quien fuera el propietario, el arriendo era un sistema bastante usual de explotación y el pago anual de la renta se hacía en especie (fanegas de trigo o de cebada) o en reales de vellón (monedas de plata), y en algunos casos, por nada, con la obligación de mantener el molino "corriente y moliente"; esto es, en buen uso, en funcionamiento. Estos datos están recogidos en un capítulo del libro Los molinos: cultura y tecnología, en el que Alberto Martín Solanas recopila la valiosa información, pueblo a pueblo, del Catastro del Marqués de la Ensenada referida a estos ingenios, cuya invención se debe a los romanos, si bien se generalizó su uso a partir del siglo XI, en plena Edad Media. El agua provenía de brazales naturales de los ríos, normalmente conducidos hasta el molino a través de acequias y, cuando el agua escaseaba, se optaba por los molinos de cubo y por las balsas.
Un siglo más tarde, el desarrollo tardío de las fábricas de harina en la región mantiene en pie todavía al menos 252 molinos, según indica en el artículo "Las actividades transformadoras en La Rioja a mediados del siglo XIX", publicado en la revista Berceo, el profesor Ramón Ojeda a partir de la información recogida en el Diccionario Madoz. Si avanzamos otro siglo más, en 1950, La Rioja contabiliza ya 23 fábricas de harina, 32 molinos de trigo y 145 molinos de pienso. Aparecen además siete molinos trituradores de piensos para servicio público, algunos de carácter cooperativo y otros privados. Con la creación del Servicio Nacional de Trigo (SNT) a finales de los años treinta, se había suprimido el libre comercio de este cereal y sólo podían molturarlo las fábricas de harina y algunos molinos autorizados; en el resto quedó reducida la actividad a la molienda de cebada y centeno, cuya harina se destinaba a piensos para el ganado. Eso en teoría, en la práctica, la mayor parte de los agricultores se guardaba una parte de la cosecha de trigo que debía entregar al SNT a cambio de un precio tasado, y la molían de extranjis en los molinos de pienso. La premonición que el Consejo Superior de Industria plasmaba en el libro Momento actual de la industria en España, en concreto en el capítulo XVI titulado "Industria alimenticia y de degustaciones", era que esos molinos de pienso "seguramente ha de utilizarse nuevamente su trabajo para la molienda de trigo, especialmente en aquellos casos en que el acarreo, tanto del trigo a la fábrica y después la harina al domicilio, sea costosa a la fábrica de harinas". Era 1953 y las previsiones erraron de lleno. Ya no había vuelta atrás, no solo no se volvió a moler trigo en los molinos de pienso sino que fueron abandonándose sin remedio en la década siguiente, coincidiendo con el despoblamiento de muchas zonas de la sierra, el abandono de las tierras improductivas de esas comarcas más áridas y, definitivamente, la implantación de las fábricas de harina y la utilización de la electricidad en sustitución de la energía hidráulica.
Los tiempos del estraperlo
A Magdalena Martínez se le vuelve a escapar la mirada más allá de la arboleda agreste que abriga al río Cidacos para recordar ahora aquellos años oscuros que siguieron a los de cuando era más niña y "el pueblo parecía una fiesta", con los labradores echando un bocao en las sombras de las choperas mientras esperaban la molienda del trigo. Porque ya no se molía el trigo, al menos por el día. "Ahora se puede decir porque han pasado más de 50 años: puesta la ley, puesta la trampa. Nos precintaron el molino para moler trigo, pero se seguía moliendo; los agricultores ya no venían por la carretera, venían por los caminos y de noche, evitando tropezarse con la Guardia Civil, porque si les encontraban un saco con trigo, se lo requisaban". Magdalena alza la cabeza y señala las colinas del monte donde se intuyen como pequeños arañazos las sendas de herradura.
"Yo era muy pequeña, pero recuerdo una noche que llamaron a la puerta y era un hombre con una blusa negra atada a la cintura, como iban vestidos los hombres de Rioja Baja. Y le dijo a mi padre: ‘molinero, tenemos aquí un carro de trigo, a ver si nos lo puede moler’. Mi madre no se atrevía siquiera a abrir la puerta, le decía a mi padre que no saliera, que no se fiaba, pero mi padre salió y, sí, efectivamente eran agricultores de Aldeanueva de Ebro".
Historias similares podrían contarse miles sobre aquella época del racionamiento, cuando el mercado negro del trigo y otros productos básicos estaba al orden del día, o simplemente la gente transgredía las normas para tener algo que echarse a la boca.
"Amasábamos por la noche, para que no nos pillaran". Andresa se refiere al pan, amasaban el pan que no podían amasar con la harina del trigo que no podían moler y había que andarse con ojo. Andresa Santolaya nació hace 89 años en Soldecampo, un grupito de casitas bajas separadas de Ventas Blancas (donde ahora vive) por el barranco del río Salado, que asoma sobre un miradero a la cuenca del río Jubera, a cuyos pies se encuentra el molino de Agapito. Hoy se tambalea camuflado entre chopos y enredaderas, pero en su día fue el molino de la Corte (así lo cita el Catastro del Marqués de la Enseñada), una hacienda que requería yuguero y criadas para hacer las labores de la casa y atender el campo. Andresa trabajó en la casa del molino un par de años, cuando era una chavalita, y mantiene recuerdos deshilvanados del ir y venir de labradores de los pueblos de alrededor y de las dificultades que se pasaban en aquellos años de posguerra. "Nos ataban corto". Su marido David Santolaya parece, sin embargo, que se acaba de bajar de la bicicleta en la que llevaba las cajas de chicharros a vender por los pueblos de la zona. Una memoria prodigiosa que se enreda en mil anécdotas. "¿Sabes lo que pasaba cuando ibas a moler al molino? Ibas con un costal que no podías cargarlo ni entre dos y cuando te daban la harina podías tú solo bien holgado", recuerda David, y agrega: "los molineros se aprovechaban un poco de la situación. Como era medio de contrabando…, lo que te daban… y contento. En aquellos años no había una perra". No había una perra y la molienda, la mayor parte de las veces, se realizaba a maquila, quedándose el molinero con una parte de lo molturado: "por una fanega de trigo se cogía un celemín, esa era la ganancia que tenía el molinero", recuerda Magdalena. En aquellos años no se hablaba de kilos sino de fanegas, tanto para medir la superficie (todavía habitual) como la capacidad. La fanega equivalía a algo más de 43 kilos de trigo y 33 de cebada. Si se llevaban tres fanegas a moler (unos 130 kilos de trigo), se sacaban 100 de harina, 19 de harinilla, 10 de salvado y uno de espolvoreo. "Se aprovechaba hasta el polvo", se ríe ahora David cuando el transcurrir de los años ha tamizado ya los malos recuerdos de aquella época en la que ataban corto y no había una perra, y prefiere seguir hilvanando historias más amenas que remata arrastrando a su mujer en sus recuerdos tras seis décadas juntos: "¿verdad Andresa?".
La fuerza del agua
El fluir manso del Cidacos y los gorriones que canturrean entre las zarzas atenúan levemente la voz clara y enérgica de Magdalena, ahora centrada en explicar los otros dos papeles que tuvo el molino "de allá" a lo largo de su historia. Porque el molino, además de molturar cereal, fue fábrica de muebles y central eléctrica, aprovechando para todos los trabajos la energía hidráulica. En 1897, solo siete años después que en Haro –la primera ciudad española junto a Jerez de la Frontera que tuvo alumbrado eléctrico–, la central Electra de Enciso dio la luz a los pueblos de zona. "Creo recordar que esta fue la tercera eléctrica que se instaló en La Rioja, después de la de Haro y la de Ezcaray", dice Magdalena mostrando los restos que quedan de aquella instalación. Lo cierto es que algunos molinos más desempeñaban la doble función. En Santa Coloma, Belén Osante ha conservado como casa de veraneo el molino que compró su abuelo a orillas del río Yalde, donde también había instalada una turbina que daba la luz al pueblo: "Tengo entendido que cobraban por bombilla y que la gente escondía las bombillas cuando venían a cobrar para no pagar tanto", recuerda Belén. En la penumbra del portalón la maquinaria molinar ha ido resistiendo el paso del tiempo desde que quedó en desuso en los años 70. La casona conserva algunos restos del edificio original de época medieval y mantiene dos piedras de molino apoyadas en la puerta de entrada, orgullosas de su función de antaño. Es difícil conocer ahora la cifra exacta de molinos que quedan en pie en La Rioja, aunque en los archivos del Servicio de Conservación del Patrimonio Histórico Artístico disponen de información, pueblo a pueblo, de todos los edificios cuya singularidad merece algún tipo de protección, entre ellos, los molinos hidráulicos de más de 200 años de antigüedad, reconocidos en la Ley de Patrimonio de 2004 como bienes culturales de interés regional. La misma categoría que se otorga a las construcciones tradicionales rurales, como los abrigos de pastores y ganado con cubierta de piedra. Este año se cumplen los diez años que prevé la mencionada ley para desarrollar una normativa individualizada de protección y para proceder a su inscripción definitiva en el Inventario del Registro General de Patrimonio Cultural, Histórico y Artístico de La Rioja.
Pero esta protección especial no ha impedido el deterioro del inmenso patrimonio etnográfico que suponen estos ingenios centenarios, ya que, al ser de titularidad privada, la Administración no aporta fondos para su restauración o conservación. Sí deben incluirse en los planes urbanísticos municipales e informar los ayuntamientos a la Consejería de Cultura cuando va a haber algún tipo de obra o intervención que pueda afectar al edificio.
La aprobación el pasado mes de marzo del Plan Nacional de Arquitectura Tradicional que, según explica el Ministerio de Educación, "intenta dar respuesta a los problemas que se ciernen sobre este tipo de arquitectura que ha conformado nuestros paisajes y los escenarios de nuestra historia" contempla apoyo económico para la rehabilitación de este patrimonio a partir de 2015. Una reivindicación constante de la Asociación para la Conservación y Estudio de los Molinos (ACEM), que está elaborando un inventario nacional para conocer el estado de los molinos que hay actualmente en el país. "A mediados del siglo XIX teníamos más de 200.000 molinos en España. Hoy se está actuando en algunas zonas protegiendo y restaurando molinos, como en el Cantábrico o el Duero; pero en el Ebro, donde hay muchos molinos y muy importantes, se ha restaurado poco", señala Luis Azurmendi, presidente de ACEM, que tampoco tiene constancia de que se esté llevando a cabo actualmente ninguna intervención en La Rioja.
En el camino de vuelta, cuando ha dejado atrás la casa de su infancia, el territorio de su niñez, la única patria que nunca se abandona, Magdalena deja de buscar con la mirada en el pasado para dirigirla al futuro. Ya no se oye el jolgorio alegre de los gorriones entre las zarzas que han crecido silvestres a orillas del Cidacos. "Sabes la rabia que me da que todo esto se pierda". "Yo ya no lo voy a poder disfrutar porque todo va a quedar inundado, pero igual alguna institución podría aprovecharlo, es un patrimonio que deberíamos conservar para que las generaciones futuras conozcan qué trabajos se hacían antes en el campo." Y cierra los ojos para seguir oyendo la caída del agua hasta los rodeznos, el grano cascándose entre las piedras, la voz de los labradores llamando a su padre…